Moraleja para las celosas


Al regresar a casa cierta tarde de agosto, comuniqué eufóricamente a mi esposa Helene:
-Conocí a un inglesa encantadora.
-¿De veras? ¿Dónde?
- En el Metro. Me preguntó cómo ir a las catatumbas.
-¿Y por qué te lo preguntó precisamente a tí?
- Es que traía en la solapa uno de esos distintivos que dice: "Hablo ingles". Hoy fue el primer día que me lo puse.
-¿Y charlaste con ella mucho tiempo?-preguntó mi esposa como de paso.
-Sí...En realidad, la llevé a las catatumbas, pues temía que no encontrarse la entrada. Y estando ya allí, decidí visitarlas.
Helene se sonrojó ligeramente.
-Pensaste que no sabría salir por sí sola, ¿verdad?
-Confesare que me agradó mucho su conversación. Es muy culta; me contó un montón de cosas de París.
-¡No tolero a la gente que se jacta de sus conocimientos!
-No. No era nada pedante. Era una de esas personas que, aunque tienen mucho que decir, también saben escuchar.
-¿Y tanto conoces, tú de las catatumbas?
Nos hallábamos sentados en la sala. En la mesa de centro, situada entre ambos, había una cajita de porcelana que Helene comenzó a abrir y a cerrar con nerviosismos.
-Me figuro que luego fueron a tomar un trago.
-Sí, era muy ocurrente. Hizo algunos comentarios de los parisienses que me provocaron carcajadas.
-Los parisienses, en mi opinión son unos desgraciados-apuntó, Helene, que no dejaba de abrir y cerrar la cajita-y no le hallo ninguna gracias a vivir en esta ciudad tan contaminada y tan ruidosa.
-Te aseguro que lo que decía esa mujer carecía de malicia. Por el contrario, parecía muy sensible. Hasta le dio un billete de alto valor a un guitarrista famélico.
-Lo haría sin darse cuenta. Yo también confundo a veces los billetes cuando estoy en otro país.
Durante unos momentos permanecí callado. Me inhibía aquella actitud tan negativa. Helene reanudó la conversación.
-¿Qué hicistes entonces, si es que puedo saberlo?
-La acompañe al hotel. Estaba tan cansada que tuve que tomarla en brazos y la cintura para ayudarla a andar.
Se oyó un chasquido seco. Había cerrado de golpe la cajita y la había roto.
-Te aseguro, querida que estaba realmente agotada lo cual es natural en una mujer de su edad.
-¿De qué edad?
-¿No te lo dije antes? Tendría por lo menos unos 70 años.
Mi mujer me clavó los ojos llenos de perplejidad.
-No todas las inglesas que vienen a París tienen 20 años- agregue con suavidad.
Una debíl sonrisa se dibujó en sus labios al decirme con gran dulzura:
-Querido, deberías haberla invitado a cenar en casa. Me habría encantado conocer a una mujer tan culta y sencilla que sabe escuchar y que es alegre y sensible. ¡No comprendo cómo no se te ocurrió!

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